He sido profesor universitario durante cerca de una década, en la Universidad de Zaragoza, con la categoría de profesor asociado a tiempo completo, es decir, con dedicación exclusiva de años 1989 a 1997. En mi condición de rara avis universitaria (era un simple diplomado universitario; Graduado Social, por más señas), conseguí entrar en la universidad pleiteando, y como dice mi mujer, salí también litigando, alguno de cuyos asuntos pende al día de hoy, quince años después, del Tribunal Constitucional, lo que nos da idea del triste destino del que tiene la desgracia de acudir a la tutela judicial efectiva, que suele darse tarde, mal y escasamente. Esta necesidad de conocer la normativa universitaria me llevó a estudiar e interpretar la numerosa legislación y las disposiciones reglamentarias existentes en las universidades públicas, así como la normativa de las universidades de la Iglesia Católica, al amparo del Concordato, y, posteriormente las universidades privadas que, –¡por fin!– venían a abrir las puertas de la endogámica Universidad española. Siempre tuve un gran interés en investigar la situación de los estudios universitarios en Aragón, tanto públicos como privados, por considerar que las universidades, al menos la pública, venían actuando con una gran inercia, impartiendo determinadas carreras, en ocasiones escasamente demandadas por el alumnado, más por tradición que otra cosa.
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